lunes, 21 de abril de 2014

Olimpo






El dios del mal aroma subió al microbús, sin pagar su pasaje, sin mostrar credencial, sin permiso pedir.
Agarrado a su resbaloso pantalón
pasó a la parte trasera del transportador.
Muy pronto dejó crispados a los demás pasajeros.
Todos ahí se pusieron en la nariz los dedos.
El aroma del dios era irrespirable para los mortales.
Su viaje lo hizo sin sentarse. El olor inundó el ambiente, por primera vez hombres y mujeres, niños y niñas abrían las escotillas, hacían algo, se movian para sacudir, su modorra, su impavidez.
El dios de ensortijados cabellos
maquillado de manchas el rostro,
con su desgarrado traje y desviada mirada,
observaba impertérrito el cambio
que con su presencia logró.
La nave se sacudía en el oleaje de las calles,
chillaba en cada frenada,
estremecíase en sus continuas partidas.
Aquellas que felices subían, rientes, carcajeantes,
pronto mudaban de semblante. Una mortal quiso vomitar, doblándose en su asiento, nada le salió.

El joven guerrero se mostró belicoso con el dios, ofreciendo sus piernas para darle de patadas, los puños por delante enfurecidos, sus amigos lo contuvieron.
La divinidad permanecía imperturbable.
El aura del semi encorvado dios, su actitud de personaje central, en mitad del pasillo, agarrado de los mástiles,
le hicieron desistir y sólo atinó junto a sus forajidos amigos a abandonar el micro arrojando escupitajos y a proferir insultos -desde el exterior- gesticulando, haciendo obscenos gestos contra la deidad.
Todo resbalaba, rebotaba en el escudo protector del dios del hedor, groserías, miradas, indiferencias, amenazas.
El conductor aislado en su transparente cabina
doblaba con imprudencia súbita las esquinas.
La noche, el día, se confundían la tensión estaba al máximo, el olor era una presencia más.
De pronto la pestilencia cesó, el dios descendió, ¡Desapareció!
Pudimos respirar el fresco y amplio aire de la noche.

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