El dios del mal aroma subió al microbús, sin pagar su pasaje, sin mostrar credencial, sin permiso pedir.
Agarrado
a su resbaloso pantalón
pasó
a la parte trasera del transportador.
Muy
pronto dejó crispados a los demás pasajeros.
Todos
ahí se pusieron en la nariz los dedos.
El
aroma del dios era irrespirable para los mortales.
Su
viaje lo hizo sin sentarse. El olor inundó el ambiente, por primera
vez hombres y mujeres, niños y niñas abrían las escotillas, hacían
algo, se movian para sacudir, su modorra, su impavidez.
El
dios de ensortijados cabellos
maquillado
de manchas el rostro,
con
su desgarrado traje y desviada mirada,
observaba
impertérrito el cambio
que
con su presencia logró.
La
nave se sacudía en el oleaje de las calles,
chillaba
en cada frenada,
estremecíase
en sus continuas partidas.
Aquellas
que felices subían, rientes, carcajeantes,
pronto
mudaban de semblante. Una mortal quiso vomitar, doblándose en su
asiento, nada le salió.
El
joven guerrero se mostró belicoso con el dios, ofreciendo sus
piernas para darle de patadas, los puños por delante enfurecidos,
sus amigos lo contuvieron.
La
divinidad permanecía imperturbable.
El
aura del semi encorvado dios, su actitud de personaje central, en
mitad del pasillo, agarrado de los mástiles,
le
hicieron desistir y sólo atinó junto a sus forajidos amigos a
abandonar el micro arrojando escupitajos y a proferir insultos -desde
el exterior- gesticulando, haciendo obscenos gestos contra la deidad.
Todo
resbalaba, rebotaba en el escudo protector del dios del hedor,
groserías, miradas, indiferencias, amenazas.
El
conductor aislado en su transparente cabina
doblaba
con imprudencia súbita las esquinas.
La
noche, el día, se confundían la tensión estaba al máximo, el olor
era una presencia más.
De
pronto la pestilencia cesó, el dios descendió, ¡Desapareció!
Pudimos
respirar el fresco y amplio aire de la noche.
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